Dicen que la juventud se desperdicia en los jóvenes.
Cuando miro hacia atrás y recuerdo cómo peleé para no tomar clases de piano y lo rápido que me di por vencida, la rabia me carcome por dentro. ¿Por qué, por qué no practiqué cuando tuve la oportunidad?
¿Y por qué me encuentro en mis treinta años sufriendo la mortificación de aprender a tocar el piano nuevamente, sintiéndome miserable al escuchar la diferencia entre cómo quiero que algo suene y lo que sucede cuando toco?
El único consuelo es saber que no estoy sola. El editor del diario británico The Guardian, Alan Rusbridger, escribió recientemente el hermoso libro «Tócalo de nuevo: un aficionado contra lo imposible» en el que explora el año que pasó aprendiendo a interpretar la balada No. 1 de Chopin, a la edad de 56 años.
Y él es apenas uno de los muchos prominentes pianistas aficionados, incluido el actor Simon Russell Beale y al exministro británico del Tesoro Ed Balls, a quienes los persuadieron para que tocaran Kinderszenen de Schumann (Escenas de la niñez) en un concierto en vivo en Londres, el año pasado.
¿Ávidos de castigo?
Me pregunto qué hay detrás de esta moda. ¿Por qué hay tantos adultos cuerdos que se someten a la exigencia de las escalas y los arpegios, poniéndo a prueba a cerebros adultos para ver si son lo suficientemente flexibles como para aprender y memorizar composiciones musicales más complejas?
«El desafío es constante: siempre hay una pieza más difícil, siempre se puede pasar al nivel superior, nunca se acaba»
Lucy Parham, pianista
«Es una gran pasión, no sólo por la música, sino también por el desafío», reconoce Lucy Parham, la destacada pianista que le enseñó a Rusbridger su balada de Chopin. «Y el desafío es constante: siempre hay una pieza más difícil, siempre se puede pasar al nivel superior, nunca se acaba», agrega. «Pero también está el hecho de que el piano es un amigo; siempre está ahí. Y a medida que uno se vuelve mayor, se vuelve más importante pues lo que se puede expresar a través de él, en un lenguaje personal, es increíblemente significativo».
Esto es especialmente cierto para el actor y director británico Samuel West, quien me dijo que hace poco se compró un piano «apropiado» de nuevo y ha comenzado a practicar todos los días por primera vez en 30 años. «Como adulto, uno conoce mejor sus propios estados de ánimo, por lo que es mucho más fácil utilizar la música como una manera de expresarse», dice. «Si toco una pequeña pieza, puedo escucharme a mí mismo y expresarme mejor. Eso es parte de la madurez y es una alegría».
¿Una locura?
Desde que tiene memoria, West, también un violonchelista aficionado, ha deseado dominar el Aria de las Variaciones Goldberg de Bach. «Sentía que era algo que realmente debía saber. Es sencillo, pero lo suficientemente difícil y complejo como para entretenerme hasta que me muera. Piense en Glenn Gould: pocas veces grabó la misma pieza dos veces, pero grabó nuevamente las Variaciones Goldberg cuando era mayor a pesar de haberlo hecho con mucho éxito cuando tenía 23 años. No sentía que había expresado lo suficiente».
West es el primero en admitir que no se compara con Glenn Cloud. ¿Acaso no lo enloqueció el proceso de aprendizaje, dado que estaba tan fuera de forma? «Lo fascinante es cuánto recuerdan mis manos», dice. «Cuando uno es pequeño aprende más rápido, las manos son más dóciles, es mucho, mucho más sencillo; de adulto, el temor de no volver a estar en forma rápidamente es un poco deprimente», afirma. «Pero vale la pena: aprendí sólo la pieza que quería y eso me dio una gran satisfacción».
Claves para ser feliz
Una recompensa fácil para el pianista aficionado radica en el hecho de que, a diferencia de un violín o violonchelo, el teclado es de percusión.
Si bien ciertamente el instrumento tiene sus retos, por lo menos al tocar una tecla usted sabe qué nota va a sonar. «Con el piano se pueden tocar piezas cortas muy bien porque no está el desafío de sintonizar», señala Parham.
Luego está lo que la pianista llama «el elemento desestresante». Uno de sus alumnos es un banquero que viaja constantemente por trabajo, pero está aprendiendo una endemoniadamente difícil sonata de Schubert.
«En lugar de leer los correos electrónicos en el avión, descarga la partitura en su iPad y la estudia», dice. «Le encanta».
Ahora que están de moda en la meditación de conciencia plena, llama la atención que Rusbridger describe al piano en términos similares. Por las mañanas toca una pieza antes de ir a la oficina, y dice que nota que tiene más energía y le queda más fácil concentrarse el resto del día. «Para otras personas es hacer yoga, trotar o ir al gimnasio», escribe. «Veinte minutos en el piano tienen el mismo efecto para mí. Una vez que estoy en el banco me siento preparado para más o menos todo lo que me depare el día. Sin piano, las cosas son más difíciles».
Magia no, ciencia
Este efecto mágico percibido tiene sus bases en la ciencia más pura.
Ray Dolan, uno de las tantos neurocientíficos con los que Rusbridger conversó al tratar de comprender lo que sucedía en su cerebro durante su año con Chopin, explica que, al tocar el piano, el cerebro de Rusbridger se libera de su «mente excesivamente representacional» de su día de trabajo. Eso no sólo es beneficioso para su cerebro sino para su cuerpo. Los días con el piano son más calmos: todo es mejor.
Pero tal vez lo principal se encuentra el mero placer de tocar. «El piano es algo tan extraordinariamente común que une a la gente incluso si uno toca una pieza sencilla», dice Parham. «Me entristece saber que mucha gente no vuelve a él en la edad adulta por el simple temor de no ser lo suficientemente bueno», lamenta. «Nunca pensarían eso sobre el deporte: la gente toma una raqueta o patea un balón de fútbol sabiendo que no es Andy Murray o David Beckham. Me gustaría lanzar una campaña: ¡Sólo hazlo!».
Fuente: bbcmundo.com