A balazo limpio y sin ningún pudor quemaron hasta un vehículo (fin de semana pasado) en plena vía pública, casco histórico de Rancagua. La delincuencia se ha tomado los espacios comunes y nadie levanta la voz para frenar este flagelo que se multiplica por nuestras calles y barrios.
Hay un aroma a «normalización», tal como le ocurre a O’Higgins cada vez pierde en casa. De los últimos 28 juegos en el estadio El Teniente, los rancagüinos solo ganaron 5,
cifra devastadora para cualquier elenco en el planeta, pero que pareciera no importarle a nadie del club.
Más allá de los lamentos teatrales y la escasa capacidad para explicar el momento, el problema se torna invisible antes los ojos de quienes lideran la institución. Las frases hechas extraídas de los manuales, ya no blindan la confianza reseca y añeja, cuyos ingredientes amargos contaminaron la mesa.
Tal como la ciudad está entristecida por la corrupción, los hinchas sienten desilusión de su equipo. Ante Católica, no más de cinco mil «Celestes» acompañaron a la oncena y es que la desidia y nula contundencia, alejó la alegría de asistir al mundialista.
Ahora la tarea se puso titánica. Hay que arrancar como sea desde los puestos del descenso, ni Maquiavelo se salva para argumentar una huida rápida y eficaz en tiempo y distancia. Ya comenzamos a sentir el calorcito de las brasas del infierno y nadie de nosotros desea quemarse voluntariamente.
Esta historia ya la conocemos, es cíclica en las últimas temporadas. Aún así es incómoda y molesta, porque tropezar con la misma piedra ya no es un accidente, es más bien un cúmulo de excesos negligentes de aquellos que tienen el poder y no dan la cara.