No hay otra expresión para referirse el abuso estatal, ahora, en contra del derecho de propiedad y del patrimonio de 5.7 millones de chilenos que laboran y ahorran en cuentas individuales inembargables y heredables en las AFP y 2,3 millones que no imponen pero que de hacerse efectiva tal obligación también se verán perjudicados.
Distinguidos juristas ya han demostrado que tal medida es inconstitucional. Sin embargo el gobierno no solo insiste sino que además quiere ser administrador del 5 %, otro elemento inconstitucional por cuanto el estado tiene prohibición de desarrollar actividades empresariales.
La proposición, aparte de los reparos por ilegalidad, peca de otros errores que van en contra de los trabajadores del país. Primero, el ahorro es un acto individual y soberano. Si el estado quiere obligar a los trabajadores a aumentar el ahorro forzoso de 10 a 15 %, tema en sí discutible bajo el punto de vista de la libertad personal, esos aumentos deberán ir a la cuenta individual de que cada uno es titular y propietario.
Como golpe de gracia, se anuncia que el ahorro personal capitalizado no será trasmisible por herencia. Otro golpe dictatorial más. Proponer que una parte del ahorro sea expropiable en beneficio fiscal sin resultado claro es una aventura riesgosa. Nadie garantiza que los fondos puedan ir a tapar las pérdidas de TVN, a Coldelco para financiar las remuneraciones que exceden a la productividad del trabajo o ir a manos de tantos proyectos estatales sin evaluación económica ni previa ni a posteriori o desfalco y estafas fiscales que ya hacen pocas las páginas de la prensa de que dan cuenta.
El 2,5 % o cualquier otro porcentaje con que se quiere expoliar a los ahorrantes es un impuesto disfrazado, método que el gobierno está tratando de imponer en el caso de los derechos de agua. Pero esta vez afectará a toda la población laboral del país: 8 millones de trabajadores de todos los niveles de ingresos. Si bien legalmente podrían proponerlo como un impuesto a las remuneraciones de cargo del empleador o compartido con el trabajador, el efecto económicamente negativo de esta expropiación es el mismo.
Es la verdad jurídica contradictoria con la verdad real. Todo conocedor de la economía, saben que el efecto de un impuesto sobre cualquier bien o servicio, incluyendo remuneración a los factores productivos, será de carga del vendedor o recaerá total, parcialmente en el comprador dependiendo de las características de la oferta y la demanda: la elasticidad de estas funciones. Por ejemplo si la demanda por trabajo fuese totalmente elástica (se paga un salario precio por todo lo que se ofrezca) y se le impone un impuesto (el 2.5 %) en el nuevo equilibrio, el 100 % del impuesto recaerá efectivamente sobre los trabajadores y generará desocupación además del costo de bienestar para toda la sociedad definido por una mala reasignación del trabajo.
En el caso contrario en que la demanda por trabajo es totalmente inelástica (se emplea una cantidad fija de trabajadores cualquiera que sea el salario) el empleador tendrá que arcar con el 100 % del impuesto. Pero aun así habrá una pérdida de bienestar.
En situaciones intermedias, que es lo más probable, el costo del impuesto en el mercado laboral recaerá, en diferentes proporciones, en los empleadores y los trabajadores. De todas maneras los trabajadores se empobrecerán. Algunos quedarán desempleados inicialmente y a futuro sustituidos por las nuevas tecnologías (robotización ya en práctica), otros pasarán de la pobreza a la indigencia. Esto no es novedad ni para los ministros Valdés, Céspedes e Eyzaguirre que son economistas destacados y que debieran explicárselo a sus colegas ministeriales y sus iguales políticos en el parlamento.
El costo que recaiga sobre los trabajadores cuyos ingresos los coloca en los deciles más bajos de la distribución del ingreso anulará parte de la asistencia social que reciben tanto en dinero como también en especie como la educación, salud y subsidio a la vivienda. El proyecto no puede ser peor. Igualdad, Inclusión, gratuidad y otros slogans quedarán en para los discursos.
Javier Fuenzalida Asmussen
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